Su novio se dedicaba a la pesca ilegal. Pescaba pequeñines y los vendía en una rotonda. Los coches paraban, se bajaban gordas marujas y regateaban un poco antes de aceptar el precio que fijaba Manolo. Así lo conoció ella.
-¿Son sardinas? -le preguntó, señalando la caja de pescaditos.
-Son pequeñines, y para ti son gratis.
Regresó con un termo de café caliente. Manolo lo bebió entero. Le dio pena. Por eso aceptó ser su novia al tercer día de intercambio de pequeñines por café caliente. Sólo podía quererlo.
Sus padres, en cambio, no acababan de aceptar que la hija del conde de Roncesvalles fuera la novia de un pescador.
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