lunes, 27 de noviembre de 2017

Ratas




Hacía años que nuestra modesta casa se había llenado de ratas. Unas eran gordas, otras más delgadas, había ratas hijas y ratas nueras, no faltaba la rata suegra con su cara de mal genio y la rata madre también se hacía presente por las noches, arrullando a las ratitas con sus mimos. Yo era feliz entre ratas. Me sentía esperanzada porque un día serían mi comida. Mi marido, en cambio, no soportaba su presencia. Se había ido a vivir a la terraza, el único sitio libre de ratas. En la puerta de la terraza escribió: no se admiten ratas. Siempre respeté el cartel, hasta el día que no pude soportar el olor que me llegaba de su terraza cerrada para los huéspedes ratoniles. Entré y encontré sus restos: mi marido había sido devorado por su soledad sin saber que yo sobrevivía devorando las ratas que paseaban por los pasillos de nuestra modesta casa, el hogar que habíamos inaugurado el día que quisimos apartarnos del mundo.


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